Es alucinante, el modo en el que,
incluso estando rodeada de una marea de gente, puedes sentirte tan
sola. Hay miles de personas a tu alrededor, pero ninguna está
contigo. Cada loco con su
tema, y tú en medio, sintiéndote ignorada, incomprendida, como si
no pudiesen verte, oírte o sentirte. Y en cierto modo es algo así,
no pueden sentir lo que tu sientes, porque la empatía es sinónimo
de debilidad, es algo que no sirve para nada, más que para
destruirte.
Por
desgracia, soy una de las pocas personas en este mundo que conservan
esa cualidad. Tengo la virtud, o defecto, según por donde se mire,
de saber qué sienten los demás, y sentirlo yo también. Está muy
bien cuando son alegrías, pero con las penas es un arma de
autodestrucción. Lo peor de todo es que cuando eres tú la que
siente esas penas por ti misma, nadie parece notarlo, estás sola.
Y si
no bastaba con eso, también está mi muro defensivo. Os explico: de
pequeña, era muy sensible, y a la mínima estaba llorando. Eso me
hacía parecer mucho más indefensa, si no era suficiente mi tamaño.
Cuando empecé a ir al instituto decidí que ya era hora de hacerme
valiente, de no dejar que nadie más me viese llorar. Desde entonces,
las lágrimas en público fueron reduciéndose, hasta hoy. Es por eso
que, si hay alguien a mi alrededor, aunque por dentro esté
completamente rota, por fuera parezco feliz, como siempre. Quizás un
poco ausente, pero jamás asoma una lágrima. Y eso me hace sentirme
todavía peor. ¿Qué puede haber peor que sentirse mal? Que nadie
sepa que estás mal.